A finales del siglo XIX, Medellín aún conservaba rasgos que la conectaban con su pasado colonial de pequeña villa. La vida monótona sin más diversiones que ir a la iglesia a la misa matinal y la Fiesta de la Virgen de La Candelaria, que había perdido la escasa pero no nula espectacularidad del siglo XVIII, eran, a decir de los periódicos locales, los únicos ratos de solaz que tenían lugar allí. No obstante, durante esa última década, Medellín degustó la ópera y la zarzuela que trajeron tres compañías extranjeras, a las tablas del único escenario con el que contaba en ese entonces. Y esas compañías entregaron lo mejor de sus caracterizaciones y un poco más de su música, e hicieron vibrar a los concurrentes al Teatro Principal con lo más escogido del repertorio italiano, español y francés. Así mismo, dichas compañías se unieron a causas nobles, entregando el producido de algunas de sus funciones para apoyar la labor de instituciones de caridad locales.