Aquella noche estaba ocurriendo un verdadero terremoto: las colwnnas se medan y doblaban bajo un techo que pareda danzar enloquecido. Pesadas bancas que saltan por sus extremos y golpean el suelo produciendo un ensordecedor rugido de tormenta. Gemidos de dolor y de espanto de las almas benditas que habitan las iglesias. Puertas de los confesionarios que se abren y cierran, candelabros que caen ruidosos y ruedan por el suelo. Estatuas de los santos que hacen venias exageradas como si quisieran escapar de alli y buscar un refugio. La rejilla del bautisterio gime sobre sus goznes en un vaiven que produce chillidos espeluznantes. La escena era enloquecedora, espantosa. Cuando Sandalio, el sacristan, atino a abrir la poterna del enorme portal contuvo el aliento mientras su frente se perlaba con un sudor helado que de inmediato comenzo a humedecerle tambien la nuca erizada. No podia caminar. Imposible en tan colosal barahunda. A gatas, gimiendo, respirando agitado, boqueando, avanzo por el pasillo central hacia el cancel y luego alli, con manos temblorosas, extrajo del bolsillo la caja de cerillas y con dedos crispados e inseguros atino por fin a encender la lampara del Santisimo.