El caso es que uno alberga en su cuarto una vibora y puede dar testimonio de su presencia precisamente porque la oye silbar desde su escondido rincon. Naturalmente, uno se da cuenta que tampoco es que hoy por hoy viva a la intemperie, linde con el descampado o tenga que llegar abriendose paso con la hoz en la mano por entre la maleza. Mas bien, digamoslo, tiene la clara nocion de que la tibieza puede en cierto momento protegerlo bajo su alero contra la ventisca, de que las paredes sirven de mojones claros en los lindes con el paisaje, que el techo se enternece y ablanda durante la noche y te preserva con el calor de su frazada contra la humedad que arrecia. Uno experimenta incluso que lo cine un cinturon de agradable calor hogareno y que incluso cuando se quiere puede sentarse en la mecedora y dejar que el silencio hable y que la calma acaricie las mejillas.