Tarde apacible de verano. En un recodo de la arboleda me doy de boca con un hombre bajito, de sonrisa ben?vola y mirada distra?da; aunque no es gordo tiene algo de redondo. Observa con curiosidad una ramita de para?so. De inme diato comprendo que es un romano: lleva una amplia toga que se ajusta al hom bro cada dos o tres pasos. Tiene un no s? qu? de casual, de poco marcial, que hace imposible confundirlo con un griego. Caminamos juntos. Est? un tanto desconcertado por la flora y la fauna que observa. Es un hombre encantador y comunicativo. Se presenta como Claudio. Habla indistintamente griego y lat?n, aunque su lengua materna es esta ?ltima. Conversamos. En un arrebato, me habla de su inclinaci?n al conocimiento. Lo que ve y lo que le dicen y lo que recuerda y lo que le han contado forma parte, sin jerarqu?as ni preeminencias, de su bagaje cient?fico y se ufana de esto. Es un sofista, un pensador que se ha mantenido, inc?lume, en el plano de la especulaci?n. Un verdadero hombre antiguo que no ha condescendido nunca al burdo empirismo. Su pasi?n es la zoolog?a. Con vehemente sinceridad, me dice que en estas materias lo colma un anhelo fervoroso, especial y cong?nito de saber, aunque no ignora, me advierte, que quieren desacreditarlo porque insume su ocio en esas actividades. Dice que bien podr?a mostrarse ufano, ir a exhibirse en las tertulias y obtener buenos dineros. Por el contrario, su ocupaci?n est? en los zorros, los lagartos, los esca rabajos, las sierpes y los leones. Con ojos brillantes concluye que su amor a la verdad abarca todos los campos, pero en especial, repite, el de la zoolog?a. Al despedirnos, casi al descuido, me deja unas p?ginas donde ha anotado, numeradas, parte de sus observaciones zool?gicas a las que ha dado como t?tulo general De natura animalium. Estas son algunas de sus notables especu laciones: