Hasta hace pocos años nadie dudaba en afirmar que la finalidad de la responsabilidad civil era eminentemente, y quizás exclusivamente, resarcitoria. La pena privada –entendida como obligación de pagar una suma de dinero a favor del agraviado en cuantía establecida con prescindencia de la entidad real del daño y cuyo propósito es sancionar la culpa del agente– se consideraba una reminiscencia, apenas, del remoto pasado, que adicionalmente “traía a la mente cierto olor a barbarie” dado que la ‘purificación’ de la responsabilidad civil de su primigenia función sancionatorio-preventiva se daba por descontada.