La relación del hombre con los animales ha estado marcada por un sesgo antropocentrista. El esclarecimiento del otro animal aparece como una exteriorización que usa como medida de referencia lo humano. La filosofía no es ajena a este sesgo y reproduce en la problematización del tema matices acerca de aquello que es posible conceder a los así considerados animales no humanos. De esta problematización se derivan concepciones y prácticas que repercuten en el ámbito social y jurídico sobre la manera en que deberíamos estimar a los otros. Cabe preguntarse de todas maneras si es posible plantear alguna disertación sobre el tema que no incluya como punto de referencia lo humano, su percepción, su lenguaje, su identidad, es decir, si en últimas el sesgo de antropocentrismo se impone como algo ineludible. En este sentido es posible advertir dos extremos: de un lado, un antropocentrismo por defecto, en el que los otros que no pertenecen al género humano quedan totalmente separados y reducidos a condición servil e instrumental; y, por otro lado, un antropocentrismo por exceso, en el cual se intenta incorporar en los animales rasgos de moralidad tales que los asemejan e incluso superen a los humanos. Sin embargo, cabría mejor pensar que los animales no humanos vendrían a ser sujetos morales, pero no agentes morales, sujetos que padecen las acciones y por lo tanto requieren una especial consideración moral y jurídica, sin llegar al punto de encumbrarlos a la dimensión moral.