Cuando recordamos la definición aristotélica del hombre, que lo señala como zoon politikón, nos viene a la mente la concepción del hombre como un ser que es capaz de estar con otros en medio de una sociedad diversa (polis) con derechos y deberes. Tanto para Platón como para el Estagirita, las relaciones de los hombres en sociedad deben estar regidas por principios para que el bien común se preserve y la vida de todos sea llevadera, además de considerar que se requiere de un gobierno que los administre. Platón consideraba que la mejor forma de gobierno sería la proveniente del gobernante sabio y el Estagirita pensaba que solo los mejores hombres deberían ser quienes gobernasen. Que Platón propusiera el gobierno del sabio era una clara evidencia de la sospecha de vicios que surgirían en otro sistema del que seríamos herederos: la democracia. Ahora bien, no se trata aquí de la concepción de sabiduría depositada en la seguridad de un acervo de información adquirido por erudición y estudio académico. En Aristóteles, heredado de su maestro Platón, el sentido de la política estará vinculado a la idea de la virtud. Y si entendemos la virtud como la tendencia a obrar el bien (en tanto que disposición voluntaria adquirida para lograr el punto medio entre dos extremos viciosos), descubrimos una relación inextricable entre el gobierno de la polis y el actuar con los demás. Es bien interesante que proponga que es el hombre virtuoso el que gobierne y ejerza el derecho porque, en definitiva, la imparcialidad, la justicia y la verdad preceden al hombre que obra con medida y prudencia (phrónesis). Conviene recordar que el Estagirita clasifica las virtudes en dos grupos: las dianoéticas (que perfeccionan el intelecto: la sabiduría y la prudencia) y las éticas1 (que perfeccionan la voluntad). No debemos dejar de lado, después de anunciar esta estrecha relación entre ética y política presente en el pensamiento griego antiguo, que para Aristóteles el fin del hombre es la felicidad. Suena raro, en un ambiente laboral, económico, social y político como en el que vivimos hoy que se nos proponga que el único fin valedero de nuestras vidas sea lograr la felicidad. Aunque la traducción no es del todo justa, una ética de la eudaimonía implica superar los esquemas que nos proponen que se vive para triunfar y adquirir fama, para enriquecernos o experimentar todos los placeres posibles… Si hay algo de lo que nos damos cuenta constantemente, sobre todo desde la experiencia de limitación y de precariedad del hombre, es que nos gastamos una buena parte de nuestras vidas en cosas que no nos llevan a vivir bien. Tenemos y hacemos muchas cosas innecesarias, cosas que tornan cosas a los que deberían ser más importantes y vitales en nuestra experiencia vital (vida política y vida ética cotidiana). Pero fue la Modernidad, de la mano del pensamiento de Emmanuel Kant −en gran medida−, la que prefiguró el divorcio de esta estrecha relación. Así, el deber por el deber hizo surgir una escisión entre la ética y la política, lo que ha significado la aparición de interpretaciones acomodadas de asuntos tan importantes como la ley, los principios, los derechos, por solo mencionar algunos. Los efectos de una hermenéutica acomodada e interesada han provocado vicios en la ley que son delatados por los juristas y filósofos del derecho que reconocen la necesidad de develar la mentira que se oculta tras verdades a medias. Urge hoy una reflexión de este carácter, que nos recuerde el derecho y que actualice su vigencia para una sociedad que requiere justicia y verdad.