La fiebre amarilla (FA) representa un problema de salud pública en regiones geográficas donde es endémica, y es considerada una importante contribuyente a la carga de enfermedad en zonas como África Subsahariana y la región de Sudamérica. Anualmente, la Organización Mundial de la Salud reporta aproximadamente 200.000 casos y 30.000 decesos debidos a la FA. Dichas cifras son alarmantes por sí solas, y aún más, si consideramos el hecho de que durante casi un siglo, ha existido una vacuna con una de las mejores tasas de eficacia como estrategia profiláctica para esta enfermedad. La FA es causada por el virus de la fiebre amarilla, agente que surgió en África hace 1.500 años y, posteriormente, se expandió mediante el comercio hacia las Américas. Las connotaciones históricas y sociales de la fiebre amarilla, con pérdidas económicas y humanas, son inmensurables. El virus, hoy sabemos, se trasmite a través de la picadura de Aedes aegypti, que actúa como vector. Una vez inoculado, el virus logra ingresar a las células del hospedero dando un espectro clínico de enfermedad variable, desde sujetos asintomáticos hasta una hepatonefritis severa, con el componente hemorrágico y su letalidad asociada. Hasta la fecha, no se ha logrado identificar un tratamiento eficaz para la fiebre amarilla y se reconoce que, entre las personas que progresan a enfermedad severa, tiene una mortalidad del 50%. Considerando que la OMS identifica a 2,5 billones de individuos como potencialmente en riesgo de infección, es apremiante saber hacia dónde nos dirigimos con las estrategias profilácticas y de manejo.