Un síndrome respiratorio de causa desconocida causó un brote que alertó a los habitantes de Wuhan, China a finales de 20191. Dado el carácter inusitado de la enfermedad, la falta de información clínica, el desconocimiento de la frecuencia, distribución y el potencial de diseminación de la enfermedad, las autoridades sanitarias chinas llevaron a cabo una investigación exhaustiva que para el 7 de enero de 2020 les permitió caracterizar un nuevo coronavirus al cual posteriormente la OMS nombró oficialmente como COVID-192,3. Con la secuenciación del genoma de este virus se desarrollaron pruebas diagnósticas de biología molecular tipo RT-PCR que permiten la correcta identificación y el aislamiento de los pacientes infectados para brindarles un tratamiento adecuado, además de hacer un seguimiento de los posibles casos infecciosos4. Hasta el 12 de enero de 2020 todos los casos confirmados se limitaban a la ciudad China de Wuhan. Con el fin de contener la infección por el COVID-19 y reducir la propagación a otros países, la ciudad de Wuhan suspendió el transporte público, con el cierre de aeropuertos, estaciones de ferrocarril y autopistas en la ciudad, conteniendo a más de 11 millones de personas5, sin embargo, para el 22 de enero del 2020 ya se había confirmado por lo menos un caso de COVID-19 en Tailandia, Japón y Corea del Sur6-8.