El paso apurado de fray José de la Cruz1 hacía que la capa negra de su hábito dominicano apenas rozara el suelo del piso de la plaza mayor de Buenos Aires, que todavía tenía rastros del chubasco que pocas horas antes había llegado desde el río y cuyas olas aún rebotaban sobre el fuerte. Algunos vecinos, al pasar lo saludaban con un Ave María Purísima y le prometían, en un suspiro, acercarse por la tarde, para rezar el Santo Rosario.