Las imágenes que conservan algunas iglesias novohispanas dan testimonio de una devoción que siglos atrás marcó un hito en la historia de los virreinatos españoles, en este caso en particular me refiero a Santa Rosa de Lima, la primera santa del Nuevo Mundo. Su beatificación y canonización constituyeron en 1668 y 1671, respectivamente, una satisfacción para la sociedad. Por su parte, las órdenes religiosas consideraron un triunfo que una persona nacida en tierras americanas fuese elevada a los altares, en especial la Orden del patriarca de Guzmán, ya que Santa Rosa perteneció a su Tercera Orden; la cual, por su parte, volcó su ímpetu para lograr que su bienaventurada tuviera un espacio privilegiado en los templos. Después de la muerte de Rosa, ocurrida el 24 de agosto de 1617, sus esculturas y pinturas se multiplicaron rápidamente en su natal Lima, tanto, que: “A los pocos años de su tránsito no avia ninguno en la ciudad que se tuviesse por devoto de […] Santa Rosa, que no la tuviesse pintada” (Lorea, 1726, p. 339).