Hace más de dos años escribí un ensayo extenso sobre la literatura colonial de Colombia para una editorial en Inglaterra. Había aceptado la invitación con el optimismo de un apasionado y dedicado lector de las letras coloniales de mi país. No anticipaba grandes dificultades, pues por unas tres décadas había leído a los escritores y a los críticos-historiadores más destacados y citados en la materia, entre ellos a José María Vergara y Vergara, Antonio Gómez Restrepo y Héctor H. Orjuela. Las dificultades comenzaron cuando me sometí a la tarea de comparar, en detalle y en conjunto, los comentarios de los críticos con las obras y sus ediciones, las vidas y los contextos históricos de los escritores mismos. Estas comparaciones abrieron huecos en mi conocimiento y despertaron incertidumbres. Crearon en mí inquietudes coloniales. Comencé a navegar aguas más turbias que aquellas que había anticipado, aguas que me obligaron a formular las siguientes preguntas: primero, ¿existe la literatura colonial de Colombia? Segundo, si bien hubo escritores, ¿existe una tradición literaria neogranadina en sí? Tercero, hemos tenido grandes historiadores de nuestra literatura, todos con buenas intenciones, pero a veces sin acceso a los archivos, las mejores colecciones o ediciones; entonces, ¿algunas de sus opiniones y aportes, por valiosos que sean en muchos aspectos, son confiables empíricamente o son, más bien, productos de un nacionalismo auxiliado por la imaginación? En fin, ¿en qué consiste la historiografía literaria de la época colonialde nuestro país? En comparación con las historiografías literarias de, por ejemplo, México y Perú, la historiografía de nuestra literatura colonial presenta toda una serie de dificultades para el intérprete e investigador. Mi intención, quizás controversial para algunos, es la de animar a los estudiantes de la literatura colonial de nuestro país a reflexionar sobre cómo dicha literatura ha sido estudiada y representada en el pasado y cómo debería estudiarse y representarse hoy en día.