Al igual que el educador y el poeta, el científico también es un hacedor de preguntas inocentes. Cualquiera sea su especialidad, sabe que toda teoría, y las hipótesis derivadas de ella, no son más que una palanca con la que intenta desentrañar diferentes misterios fascinantes. Sabe que sus "verdades" nunca son universales, sino sólo un intento particular para explicar misterios profundos que ni su rigurosidad metodológica ni su sistematización lógica son capaces de desentrañar. El científico sabe que sus "verdades particulares" son sólo chispazos de luz ante su inconmensurable ignorancia inocente. Si, por el contrario, su ignorancia fuese ingenua, viviría encandilado con esos chispazos, convirtiendo los supuestos teóricos de su ciencia en verdades irrefutables, camuflando el valor instrumental que poseen. Educadores, poetas y científicos, en suma, todas las personas nos hermanamos en la inocencia, amenazada permanentemente por la tentación de la certidumbre, que no es otra que la tentación de la ingenuidad: la de creer que sabemos y que la respuesta es más importante que la pregunta. En ese contexto no es fácil mantenerse inocente, pues las respuestas es la moneda de cambio en el sistema escolar y universitario tradicional. Es un lugar común asociar la inocencia poco menos que con la estulticia y la estupidez más chabacana; sin embargo, la inocencia no es eso, ni depende de la virginidad o del uso de la razón. La inocencia y la ingenuidad corresponden a modos peculiares de ser y estar consigo mismo, con otras personas y con el mundo, más que a estados, fijos o inmutables.